lunes, 11 de diciembre de 2017

11.Leviatan




Me perdí. ¿Dónde me quedé?
Ya me acordé: estaba en la cama tirada, recién llegada de viaje, todavía vestida y sin bañar, con todo el polvo acumulado del camino. Estaba cansada, muy cansada, en realidad sintiéndome como si la ballena acabara de vomitarme sobre una playa desierta. Traté de acordarme de la historia de Jonás y no pude. Pero en cambio me acordé de Pinocho, tragado por una ballena. En el estómago inmenso hay una cantidad de barcos que han sido tragados también, goletas de velas raídas y bergantines que han perdido el lustro; entre los náufragos está el barón de Munchausen, diciendo mentiras como siempre. La ballena sigue su recorrido, mientras en su interior se juega a cartas. Juegan truco, fijo. Es un cetáceo enamorado (macho, para más señas) y va cantando. Los cantos de las ballenas son de las cosas más conmovedoras que hay. Los jugadores de cartas, en cambio, son unos apostadores empedernidos, no se conmueven por nada. Impávidos en la penumbra tibia de las entrañas mamíferas, se juegan la última botella de vino. Esto está más tenso que Casino Royale. Pinocho está embroncado porque ya lo sacaron del juego y tiene una pasión libidinosa inconfesa por el hada azul. Las cartas se mueven rapidísimas en las mangas y lentísimas en el aire. Juegos de prestidigitación: dedos hábiles y veloces, manos más rápidas que la vista. La penumbra contribuye lo suyo. En la mesa está sentado un mago manco, de acento argentino. Va ganando. A su lado está Gepeto, sudando a mares, estoico. El barón miente sin pudor. El cuarto jugador, en el sentido de las agujas del reloj, debe ser el profeta. La ballena se acerca al círculo polar ártico, el frío alcanza su interior cada vez que abre la boca y entran oleadas de agua salada gélida (los jugadores sostienen sus sombreros, sin decir ñé, agarran fuerte sus cartas, no dejan traslucir ninguna emoción). Luego sale el mar filtrado entre las barbas para contener el krill que alimenta las ágiles toneladas de carne, grasa y ámbar. Pinocho, que se aburre y no está jugando ni tiene con quién más hablar, junta unos maderos milagrosamente secos, rompe alguna silla carcomida por el comején que ni en el vientre de una ballena se está quieto, y con unas cerillas que se saca del bolsillo enciende un fueguito para calentarse las manos y poder pensar a gusto en su delirio azul. El humo empieza a salir por la abertura respiratoria de la ballena, justo cuando está pasando frente a la isla Elefante. El mar está agitado y los botes no logran salir, en la orilla está el capitán Shackleton fumando su pipa, agitando mucho los brazos y moviendo cielo y tierra para que salgan a buscar a su tripulación. La ballena macho empieza a sentirse mal y lo atribuye a la necesidad imperiosa de copular con una ballena hembra, sin saber que se trata de que una de las patas que arden en la hoguera de Pinocho era de sándalo, y como todo el mundo sabe, las ballenas son alérgicas al sándalo desde que el sándalo era una especie submarina y la primera ballena creada se atragantó con todos los bosques perfumados. De allí le viene el ámbar, por cierto. Nuestra ballena macho tiene pedigrí, desciende del coloso blanco que combatió el capitán Achab. O eso dice para ufanarse. El caso es que el humo le hace cosquillas en el esófago, carraspea un poco y termina por estornudar estrepitosamente. Quien sostiene que las ballenas no pueden estornudar estaría contento de comprobar la potencia de los estornudos portentosos. Pero si creen que por los estornudos salen uno a uno los náufragos, empezando por Pinocho, están muy equivocadas todas y todos. Los estornudos hacen que la ballena salte sobre el agua, describiendo unas piruetas absolutamente increíbles. A la primera pirueta la oleada forma un tsunami que inunda la playa de la isla Elefante y no encontrando palmera a la cual abrazarse el capitán Shakcleton se ahoga sin remedio, con lo cual termina para siempre la saga del Endurance. A la segunda pirueta el tsunami llega hasta el otro extremo de la isla, haciendo que ese pedazo de tierra se suelte del frágil tallo que la mantenía amarrada del fondo marino y dé dos vueltas sobre sí misma, con lo cual la estación ballenera se encuentra por completo mojada y toda su porcelana se estrella dentro de las alacenas al igual que las cristalerías, porque uno de los balleneros había dejado abierta la ventana. Para escuchar el canto de las ballenas, decía. Queda castigado, debe bordar cien planas con la frase "No abriré las ventanas al canto de las ballenas". El barón sigue jugando, pero se remueve inquieto porque no está dispuesto a ceder su monopolio de la exageración; pero esa partida la lleva perdida, porque con el tercer estornudo de la ballena la pirueta es tan formidable que la pobre queda tendida sobre la playa, arenada. Los balleneros salen de la estación, no se pueden creer su suerte, una ballena les ha literalmente caído del cielo. Se colocan los delantales y sacan todas sus herramientas de descuartizamiento: los bisturís gigantes, las pinzas gigantes, las paletas separadoras gigantes, y empiezan su labor. Primero extraen las barbas para hacer corsés, cortan la piel espesa para hurgar en la grasa dejando para el final el tesoro inestimable de la glándula de ámbar; y antes de llegar al estómago donde los jugadores se están jugando el todo por el todo en la última mano, se encuentran con un antiguo náufrago momificado dentro de la carne, como un quiste. Como un Dionisio bebé en el muslo del dios Zeus. Como una Atenea dormida, antes de su triunfal nacimiento cerebral.
Yo soy uno de los náufragos, pero no tengo claro cuál de los seis.
Los balleneros hacen palanca para extraer el náufrago enquistado. Los otros tienen su suerte echada.
Asisto a la extracción, me gusta que lo estén sacando, siento que me han sacado a la luz, que soy yo esa momia que vuelve al mundo de los vivos. Puedo tener el gran convencimiento de que he logrado salir por mérito mío, como si me hubiese parido a mí misma; pero no... estaba demasiado momificada, ciega y perdida, como para hacer indulgencias con escapulario ajeno. Quizás mis gritos de auxilio fueron escuchado, quizás supe encomendarme a Dios y supe aguantar, persistir, pero definitivamente, me sacaron otros. Fue otro tipo de parto. Alguien tiene que pujar, eso está claro. Los balleneros sudan para extraer el quiste momificado, se han sacado las chaquetas, todo sucede como estaba previsto.
Si todo sale bien, la carcasa de la ballena deriva continentalmente y termina por incrustarse, convertida en fósil, en una ladera de las dulces colinas de Toscana, por donde pasea Messer Leonardo una tarde particularmente apacible. El sabio entra, junto a su aprendiz, en una de las cuevas, y reconoce las conchas marinas y entiende, y reconoce el costillar y entiende.

Yo en cambio, entiendo poco. Despierto boqueando, como cualquiera de los náufragos emergiendo de la carne sagrada de la ballena sacrificada. Todo nacimiento expresa una cuota de crueldad.
Entiendo que me dormí aceptando que no puedo controlar lo que sucede. Despierto dando gracias por ello, aceptando que todo viene de la red del tiempo, que conoce aquello que es para mi bien, aunque no lo pueda entender en este momento. Suelto y entrego para iniciar la espera. Confío que estarás conmigo, que cuando alargue la mano te encontraré acompañándome en esta aventura, y que lograremos producir el combustible suficiente para el salto. Así, sin conocer todavía los extremos del salto, confío. Espero lo que necesito, como el granjero espera el cambio de clima. No es una espera pasiva, lo sabes. Si hiciera falta lluvia, podría bailar la lluvia (y entonces recuerdo y me pregunto, qué estaría esperando con su baile la mujer pintada de azul). Mi estómago se llena de ilusión, como cuando era una niña, y vuelo pensando en la física cuántica y las maravillas que hacemos sin entenderlo. Puedo además empujar con delicadeza las palancas que me colocan en armonía con el resultado que necesito, imagino y espero. Pero no lo puedo forzar. Sólo puedo atender al jardín, como me enseñó Babuchenka entre los frailejones. El jardín del cual quiero salir. Cuando la visión está henchida de espera activa, ya no es sólo esperanza: la atención totalmente presente brilla como un faro, señalando al mundo la dirección en la cual está colocada mi barca. Lo exterior responde a lo interior. El mundo responde, está comprobado, lo sé.  Una vez, hace años, o días, iba caminando por Mérida y quería comerme una hamburguesa, demasiado la quería y el dinero no me alcanzaba. Era tanto lo que la quería que estaba convencida que me la iba a comprar. Yo tenía tres billetes enrollados en el bolsillo: uno de 2, de 5 y de 20, creo. No recuerdo, fue hace mucho. Y caminando vi un rollito que era como el mio y lo agarré y era tan igual que dije, ¡ahora hasta la plata estoy botando! Me saqué el dinero del bolsillo y era exactamente igual, mi rollito multiplicado. Cosas de la trialectica. La cosa es que me comí mi hamburguesa y eso me quedó grabado. Me repito la lección pero también la creo. Creencia y creación se anudan en un verbo solo. Sostengo la espera, no porque no me quede nada mejor que hacer, sino porque sé que sostener la fe con la totalidad de la convicción personal activa la disposición a cruzar el río y pone los puentes necesarios hacia la transición en el cual eso es real. Si la cantidad suficiente de náufragos pudiésemos imaginar el mismo futuro, y sostener esa visión por el tiempo necesario, podríamos alcanzar lo que esperamos, el salto.

Entonces alargo la mano y alcanzo mi máquina de hilar y la enciendo, para ver qué puedo averiguar sobre el nombre escrito en el sobre que me entregó Babuchenka, la bruja gentil que horneaba pan de cuatro granos.
Googleo: "Natalia Polosmak". Mientras el motor de búsqueda hace su trabajo, googleo también "Jonás", por no dejar.

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Bo Bartlett: Leviathan (2017)




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