jueves, 7 de diciembre de 2017

7.Afrodita


La anciana preparaba quesos frescos con la leche de sus vacas y los ahumaba en el fogón, después los envolvía en hojas de frailejón. Las hojas algodonosas se usan con fines medicinales, especialmente para los bronquios y afecciones respiratorias; dan al queso un aroma de su resina, una cualidad particular. La choza estaba en un lugar muy recóndito de la montaña, rodeada de esas plantas y de neblina. Cada tanto pasaba el hombre del caballo --el que me había recogido por la madrugada un lejano día, salvándome de morir de mal de páramo--que se llevaba los quesos para venderlos.
Me da pena reconocerlo, pero nunca llegué a saber su nombre. Ella se hacía llamar Babuchenka. Es curioso, pero me parece que cualquier curiosidad por los detalles personales que tenían que ver con ella resbalaban sobre una campana de vidrio espeso, sin hacer ruido. Los días pasaban, todos iguales. Mi debilidad iba cediendo con los brebajes que me hacía tomar con una enorme paciencia.
Hablaba poco, había un gran silencio en la choza, me hacía bien estar recostada, en calma, sintiendo como mi cuerpo iba recuperando fuerzas y los pesares sin lugar anatómico también se disipaban. Mi voluntad también estaba sufriendo una peculiar metamorfosis; pero como sucede con la oruga cegada por la opacidad de su crisálida, no me percataba de nada. La miraba moverse por casa, a veces murmurando sola, como si se estuviese cantando a sí misma, y eso me proporcionaba una extraña calma.
Daba de comer a los gatos (había tres, y todos eran blancos y negros), preparaba los quesos, barría con un escobillón hecho de ramas que dejaban un olor a vida silvestre, canturreando un estribillo rítmico que podía sonar más o menos así: "Ciprina de cúprico cobre, de chipre, de cupros y copros, estiércol fulca nelli dixit semilla del oroculto". Y así por el estilo. Parecía un trabalenguas. También cuando estaba escogiendo con gran cuidado entre las hierbas secas que tenía por todos lados; y cuando las mezclaba y cocía en el caldero, parecía hablarles. No, más bien les cantaba.
Al estar listo el cocimiento, se acercaba y me daba de comer en la boca, cucharadas de líquidos que no lograba identificar pero que siempre parecían hacerle mucho bien a mi cuerpo. Mientras me alimentaba, me explicaba cosas sobre las plantas, cómo se combinaban unas con otras, cómo se relacionaban con los humanos. Me dijo que cada vez que introducimos algo en nuestro cuerpo, establecemos acuerdos entre entidades. Yo por supuesto no entendía nada, pero asentía y tragaba, tenía la extraña sensación de que algo dentro de mí estaba aprendiendo. En cuanto pude ponerme de pie, me puso entre las manos un mortero y me enseñó la forma correcta de machacar las hierbas y semillas. Me enseñó a amasar correctamente, a cargar el agua que bebíamos, a disponer de los desperdicios, a encender el fuego, a bañarme hablando con cada parte de mi cuerpo. Aprendí casi sin darme cuenta; era muy rigurosa, exacta en lo que pretendía, pero lograba guiarme sin que sintiera presión. En ocasiones, sin embargo, podía ser muy estricta, casi feroz; me obligaba a empujar hacia atrás las ganas de llorar, las ganas de gritar, las ganas de salir corriendo. Algunos días más tarde, me bastaba con seguir la dirección de su mirada para saber qué esperaba de mí. Empecé a sospechar que sabía hablar con los animales. Los días pasaban apacibles. Me hice amiga del silencio. A veces la niebla entraba por las ventanas. Las noches eran muy frías y el frío, extrañamente, me hacía bien. Me hice amiga del frío. Había olvidado por completo el propósito que me había llevado allí en primer lugar. No lograba explicarme qué hacía tan arriba entre las montañas. En realidad, tampoco sabía dónde estaba exactamente, y la verdad es que no me importaba demasiado.
No tengo mucho más que contar.
Llegó el día en que ya estaba por completo restablecida, no me dí cuenta de que estaba en realidad mejor que cuando había emprendido el viaje. Mi cuerpo estaba listo para partir.
Te debe parecer aburrido lo que cuento, parece no estar pasando nada. La verdad es que estaba pasando una enormidad de cosas, pero yo tampoco me di cuenta entonces.
Había olvidado que hacía muchísimo tiempo había iniciado un viaje en busca de una bruja que me enseñara a saltar en el tiempo. Tampoco recordaba para qué quería yo aquello. Los capítulos anteriores parecían borrados, perdidos. Simplemente seguí un día tras otro, y eventualmente llegó el día en que Babuchenka me llamó y me dijo: Es hora de que regreses a casa. Me puso entre las manos una bolsita rellena de hierbas y me entregó un paquete plano. Reconocí el aroma de las hierbas, sabía exactamente su composición y para qué servían.
El paquete era un sencillo sobre de manila, cerrado, con un nombre escrito a mano en tinta azul: Natalia Polosmak. Lo metí en mi morral, cerré el morral, me amarré las botas con doble nudo.
No hubo ceremonia de despedida. Me acompañó a la puerta, vi que estaba el hombre del caballo, con su poncho y su sombrero; hizo un trecho del camino conmigo. Me llevó por una senda que no conocía. Después de día y medio de camino bajando del páramo por montes escarpados, llegamos a un pueblo vecino. Me dejó en un paradero de busetas, puso algo de dinero en mi mano y me dio indicaciones precisas. Tomé la buseta, recorrimos carreteras empinadas, bordeando la cordillera; llegamos a un terminal de buses, me monté en un autobús, viajamos toda la noche recorriendo las llanuras.
Todo el viaje me pareció un sueño dentro de un sueño.
Tenía la certeza de que en cualquier momento despertaría, pero ¿dónde?
No tenía claro si aparecería en el catre de una casita campesina en lo más alto de un páramo, o en un saco de dormir sobre una colchoneta en una casa rural en un valle de aguas claras, en un yacijo virtual de la casa del árbol en medio de mi videojuego habitual o en mi cama de la casa en la ciudad.
Por fin desperté en un asiento sumamente incómodo, en un autobús que se descompuso en medio de la nada. Los pasajeros se preguntaban unos a otros qué pasaba, envueltos en mantas de colores o en abrigos de fortuna para soportar el frío del aire acondicionado fuimos bajando, medio turulatos por el sueño. De la parte trasera del bus salía un humo espeso y nauseabundo. Alguien calculó que quedaban unas ocho horas de camino hasta la ciudad. La carretera estaba desierta.
Bueno, pues fue debido a ese percance que pudo avanzar mi aventura.
Ya sé que estoy contando la historia de cualquier manera, empezando a mitad de camino, pero vas a ver que así es como tiene más sentido, aunque parezca increíble. Es como si hubiese sido una pequeña molestia escondida en un lugar muy blando y tierno, irritando, doliendo, cubriéndose capa a capa de nácar hasta ser una malformación, pero bella, brillante: una pequeñísima perla.
Imagino que todo debería ir cobrando sentido muy lentamente, a medida que se van ensartando las cuentas en el collar (una cuenta: un cuento), pero eso está muy lejos todavía, faltaría recoger las perlas dispersas y unirlas en una misma sarta.
De momento, todavía enredada en las telarañas del sueño dentro del sueño, tengo un destello de intuición, acerca de quién rige la madreperla.

...CONTINÚA -->
<--para ir HACIA ATRÁS

No hay comentarios:

Publicar un comentario