El
viaje empieza al mover el primer pie, al dar el primer paso.
No
recuerdo cuando comenzó el viaje, cuando comenzó todo. ¿Sería cuando encontré
la carta en el libro? ¿Cuándo fue que empecé a soñar?
Ya
no recuerdo cuándo comenzó la búsqueda, cuándo decidí buscar a la bruja que me
enseñara a saltar. Camino desde hace mucho tiempo. El camino se ha enmarañado y
desanudado de ciento cuatro formas distintas.
Quizás
todo empezara cuando me interesé en el tiempo y en la posibilidad del salto,
aunque estuviera prohibido, aunque fuera ilegal. Cuando comencé el
entrenamiento con el Atlas104 y empecé a contar todo en base 8, 12, 96. Ciento
cuatro son ocho series de doce más uno. Trece tiene la pureza del número primo
y es el número de lunas llenas en un ciclo solar. Ocho es un ciclo de Venus por
la bóveda celeste, al ojo desnudo. Es culpa del Laboratorio si estoy así de
trastornada, pero no estoy autorizada a hablar del Laboratorio.
(¿Qué
estuve haciendo todos estos días? ¿Cómo pude distraerme tanto? ¿Con qué me
entretuve en vez de contactar a la astrofísico que estuvo en el CERN, en vez de
averiguar cómo se salta en el tiempo, en vez de seguir con el plan? ¿Hasta
cuándo tengo que perderme en el laberinto de las noventa y seis cartas?)
Recién
esta noche fue que empecé a caminar, por fin me decidí a caminar en la noche;
salí callada entre la gente dormida, las mujeres dormidas al lado del caldero
con los restos del sancocho, lo quemadito pegado del fondo; los enamorados dormidos
en las hamacas, abrazados; hundido en el sofá quien bebió de más y metido en su
saco quien vino de lejos; los gatos dormidos sobre las cobijas, los perros bajo
la mesa, los caballos de pie, el fuego dormido entre los carbones, soñando en
ascuas. Nadie me vio salir. Deslicé el pasador y el cerrojo, empujé la puerta,
salí a la noche fresca. La noche estaba azulada, dormida sobre los matorrales y
los arbustos en forma de escarcha. Yo también ardía como las ascuas del fuego
dormido y no sentí el frío al principio. Pasé el huerto y el horno solar para
secar la fruta, pasé el tendedero de ropa, pasé el vergel de limones, seguí
caminando, como si volara, como si bailara. Juro que no sentí el frío, te juro
que no sentí el frío.
¿Cuánto
puede durar una noche?
Una
noche puede alargarse mil días, y por esa regla de tres un día puede durar mil
noches. Ya pasé el tronco caído en la rosaleda, el tronco recubierto de musgo
fresco y blando, el tronco sobre el cual esperé temblando, después que acabaran
todas partidas de póker, cuando el juego derivó silenciosamente, virando
submarino por debajo de las exclamaciones de rigor (así como esas enormes
burbujas siguen su camino en el agua justo por debajo de la espesa costra de
hielo); cuando sin saber cómo terminé siendo la apuesta y me dejé ganar,
olvidando contar las semillas. Todo sucedió como si no pasara nada, como si
fuera normal, mientras en el agua hervían las verduras y las carnes y las
hierbas, y la posta crecía. Nos estábamos jugando ferozmente el futuro de cada uno
y el destino del mundo entero como si sólo hubiese sido una partida de cartas.
Y al final todos perdimos.
Busco
maneras de medir el paso del tiempo. Mi rosa, por ejemplo, la que me regalaron:
¿cuánto tiempo duró intacta?
Había
llegado al comienzo de la fiesta con los brazos cargados de rosas recién
cortadas: las repartió a todas por igual, una a cada una, y parecía que cada flor
y cada mujer eran únicas. El extranjero no tenía nada, pero vivía en medio de
un campo de rosas y tenía manos ágiles con la tijera. Sentí anhelo y no supe
reconocerlo, porque no lo había sentido antes. Quise la rosa que llegó, de
pétalos brillantes como labios entreabiertos, del centro parecía irradiar una luz
de intenso rojo oscuro.
La
puse en un vaso con algo de agua, la coloqué en el altar presidido por la
Señora que sostiene entre sus dedos delicados la perla, a la Señora que escucha
bajo la pirámide vitral musité una plegaria: Ten compasión. Esa misma noche
empecé a escuchar el viento rascando en los cristales, agitando las melenas de
los árboles. La rosa se mantuvo intacta por días y días, parecía eterna. ¿No
sucedió todo en una noche sola?
Después
de la fiesta vino la fiebre, la peste azul, la enfermedad de la que no se puede
hablar, la enfermedad que está prohibido nombrar. Y con la fiebre vinieron los
sueños. Un día, no sé cuál día, había dejado de contar los doce días del ciclo,
no sabía ni en qué ciclo estábamos y cuando volví a verla se había marchitado
de forma instantánea: se hizo polvo y cenizas de la noche a la mañana. La
mañana se hizo nocturna y eterna. Una sensación, una emoción, un futuro
posible: cenizas. ¿O vinieron las cenizas antes que la fiebre? Será que puede
renacerse de las cenizas.
Será
que el ave de fuego.
Quizás
pueda volver atrás y poner remedio, cambiar las cosas.
A
lo mejor es posible remontar los pasos, a lo mejor es posible volver, volver
atrás en los días y cambiar los mínimos gestos que pueden cambiarlo todo, alterar
los puntos eventos de poco peso para que los puntos evento de más densidad
modifiquen su inercia, ¿cómo es que dice la Profesora? Producir un efecto de
avalancha lanzando una piedra al estanque, será que pueden mejorarse los
eventos, hacerlos más amables, hacerlos más felices, acaso la felicidad es el
destino que perseguimos en esta caminata.
Cuánto
dura este caminar, qué largo el camino, ¿hasta cuándo?
Hace
años que camino, pasado el tronco recuerdo que hay que bordear la vera de un
riachuelo y luego atravesar los campos cultivados y los terrones de tierra
negra por sembrar; es necesario pasar de lado por el gigantesco eucalipto que
se divide en dos, recordando que en la horqueta entre los dos troncos hay un
panal de abejas y que hay que pasar con cuidado y en silencio, para que las
abejas no se alteren. Atravieso sigilosa ese punto también, la noche sigue
brillando suavemente, con fosforescencia de cnidóforo y aguamala.
Puedo
ir más lejos, cuando tuve que cambiar de universidad y dejar la biología,
cuando tuve que empezar a trabajar en la biblioteca: a lo mejor fue entonces
cuando todo empezó. Para terminar aquí, exactamente aquí, en este camino que
sube por campos de piedras y frailejones, donde el frío es cada vez más agudo,
aunque crea que no lo siento. Ya pasé los matorrales donde se esconde la curuba
que puede, con suerte, con pericia, con una pértiga larga alcanzarse el regalo
jugoso y ácido, restaurador en el aire seco, cada vez más frío.
Tengo
los labios agrietados, la lengua arenosa.
Será
que se puede volver atrás en los días, reescribir la historia, cambiar el
cuento.
No
sé cuanto he andado, no sé cuánto falta por caminar, no estoy segura de hacia dónde
estoy yendo. Subo, sigo subiendo, me empeño sin saber por qué. Como si me fuera
en ello la poca vida que me queda ardiendo.
A
lo mejor estoy soñando, yo también soy un dibujo en azul sobre la piel de una
mujer que baila en el sueño de alguien picado de fiebre, ardiendo en peste
azul. La veo bailar, veo los dibujos bailar sobre su piel, sé que hace mucho
frío.
Siento
el frío alojado hace rato en los huesos sin haberme percatado de que debe haber
comenzado reptando por mi propia piel, sé que hace frío y por eso subo, subo
por la montaña, subo al páramo, donde haga más frio tendré más
posibilidades de encontrarme con ella.
Ella debe ser la bruja, ella debe ser la que me enseñe a saltar en el tiempo.
En
realidad creo que el viaje propiamente empezó cuando me leyó las cartas el
avatar que en los bajos fondos del juego se conocía como LaNoviaManca, porque
iba vestida de blanco con los brazos sangrantes (pero qué bien barajaba sus
cartas, manca y todo). Allí estaban claritas las primeras indicaciones, y
finalmente pude contar con un sentido que empezó a guiarme con vocación
infalible. Ella me dio el mapa.
No
es suficiente hacer la hazaña, dijo la bruja: hay que volver con un mensaje.
Quizás
el viaje comenzó cuando salí de casa hacia las montañas para buscar a la bruja,
pero el valle de aguas claras estaba de fiesta y olvidé que venía a saltar en
el tiempo, me olvidé de mí en el descubrimiento del misterio, me olvidé en la
rosa que dejó de estar intacta, que se convirtió en ceniza y polvo.
Se
alargó demasiado y tanto esperé esa boca que no terminaba de llegar
milimétricamente a mis labios mientras cada poro de la piel se abría como una
flor hambrienta: ¿cuándo fue eso?
¿Cuánto
puede durar el olvido? Vine para saltar en el tiempo, para eso fue tanto
entrenamiento (¿el beso también? ¿incluso el beso?); quería saltar para volver
al fin del mundo, porque creía en la manera de restablecer lo intacto antes del
fin. Porque nací en el centro mismo del final, cuando empezó a nevar: por eso
mi nombre: Blanca: porque empecé al mismo tiempo que la nieve inexplicable. El
mundo terminó y yo nací. Nací cuando el mundo se acababa.
(¿Cuántas
Nieves nacieron al mismo tiempo que yo? ¿Cuántas Blancas? Es pecado de orgullo
creerse la elegida: todas somos pecadoras.)
Ya
pasé la explanada de pinos con la laja inclinada que sirve de resguardo a la
noche y la lluvia; pasé la curva después de los campos labrados, el árbol
altísimo que mira hacia lo lejos el valle y más allá, al fondo, los picos
nevados; superé la casita de piedras abandonada, sin asomarme a sus ventanas
ciegas. Es de noche pero el camino fosforece como si estuviese bañado por una
luz plateada, aunque no hay luna y Mercurio parece caminar hacia atrás: es una
noche como las noches de ensueño, que son oscuras y al mismo tiempo
resplandecen, donde todo puede verse, incluso las sombras.
Atravieso
los campos de frailejones con sus suaves hojas algodonosas y los minúsculos
soles de sus flores. El páramo me llama con su voz suave, gélida, seca, imperiosa.
Hace
frio, hace muchísimo frio, descubro el frio anidado en la médula ósea, hace
tanto frio como en el sueño donde veo a la mujer bailar y veo los dibujos
azules moviéndose sobre su piel. Hace frio y siento mi corazón latir cada vez
más lento (¿en qué hemisferio estamos? ¿acaso importa? ¿estamos atravesando la
Antártida? ¿hemos matado ya a los perros?): al contrario de lo que palpitaba
cuando los labios se acercaban y mi rosa todavía estaba intacta. Cada vez más despacio.
También entonces, la bomba se detuvo, saltó un pulso, el tiempo se detiene
me
voy hundiendo en la noche me voy hundiendo en el frío me voy hundiendo en el
sueño
el
viaje podría terminar aquí exactamente aquí en este punto donde sin darme
cuenta me detengo inmóvil como una estatua
–de
sal o nieve–
donde
los líquidos se detienen sin ruido se van convirtiendo en escarcha
donde
los cristales de nieve vuelven a florecer en rosas arteriales y en la médula
ósea, ¿has visto las células de los huesos al microscopio?
donde
estaban los ojos pica y arde el humor ácueo cristaliza en hielo de simetría
radial hexagonal, caleidoscopio en noventa y seis tonos de blanco
el
agua se dilata al congelarse y traspasa fronteras que no debían ser cruzadas
ciertas
cosas necesitan quedar contenidas pero el agua se expande al solidificar
ya
no siento mi cuerpo pero imagino que debe estar tumbado
si
estuviera soñando podría verlo desde lo alto
saber
distinguir si estoy boca arriba o boca abajo
la
noche sobre mí como una cobija como una manta como un ala
como
la mano de la diosa compasiva
mis
ojos abiertos o cerrados sin ver más que oscuridad y en el frío minúsculas
estrellas como los gérmenes de luz al comienzo del tiempo
estoy
tumbada contra la tierra dura por el agua sólida en sus capilares y apenas noto
los brazos fuertes que me levantan y me suben a un caballo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario