Cuando llegamos al terminal de autobuses, Antonia y yo nos saludamos como compañeras de viaje: con una calidez circunstancial; noté que tomaba la precaución de despedirse antes de bajar, en el momento del desorden habitual mientras todos los pasajeros recogen sus mantas, bolsos y almohadas. Antonia ya tenía listo su equipaje, un morral de dimensiones modestas pero de líneas elegantes, que brillaba por lo nuevo. Afuera estaba esperándola una camioneta con chofer de lentes oscuros. En el momento no le puse mucha atención, pero me pareció curioso. Me fui por mi lado, caminé hasta la estación de metro por la estrecha acera que bordea el Museo del Transporte, contenta como una niña por ver el avión con sus hélices de cuatro aspas.
Tomé el metro cuando apenas había pasado la hora pico, lo que me permitía circular con mi morral sin demasiados inconvenientes, y en el vagón pude sentarme. Delante de mí tenía a una pareja joven con las cabezas muy juntas, el brazo de la muchacha rodeaba el cuello del muchacho para acariciarle una oreja, de arriba a abajo, recorriendo con delicadeza todo el territorio minuciosamente, el borde hasta la espesura del lóbulo y llegando, al extender los dedos, hasta la barbilla; él tenía los ojos entrecerrados, una actitud de entrega que me hizo sentir una punzada dolorosa. Mi mirada se desvió hacia una mujer morena grande, de pie, con un ceñido atuendo integral de estampado militar en colores pasteles, cuyo corpiño se unía por medio de una argolla metálica a una banda ajustada al cuello, recordando vagamente los códigos SM. A mi lado una mujer de mirada cansada tenía un seno fuera de la camisa para amamantar a una niña de ojos enormes y negrísimos, húmedos como los de un gran animal manso y grave. A esa hora todavía algunas personas se dirigían al trabajo pero iban tarde, con un nerviosismo que se revelaba en la impaciencia por el retraso habitual, la voz en los altoparlantes hablaba de un arrollamiento en las vías; faltaba saber si se trataba de otro pobre desgraciado sin esperanza, o si en medio de un desorden originado por una situación de robo alguien había sido empujado a las vías. En cualquier caso hacía tiempo que las políticas internas del metro habían abandonado el eufemismo de la "dificultad técnica", con lo cual pretendían deshacerse de toda responsabilidad por la tardanza y el mal servicio, como si no hubiera suficientes otras razones para aborrecer otro servicio deficiente gestionado por Obierno Amoroso.
Para cuando caminé las pocas cuadras que me faltaban para llegar a casa, ya sentía que el duro gris de la ciudad estaba empujando lejos los cielos altísimos, el aire fino sobre los picos nevados, el ritmo pausado de quien se rige por las horas que rigen los vientos y la neblina; me costaba sacar la cuenta del tiempo que había pasado fuera. Metí la llave en la cerradura y ese pequeño gesto tan trivial me conmovió, por su familiaridad, por ese pacto histórico entre la llave y su cerradura: los tiempos y las formas pueden cambiar, pero se mantiene el concepto de dos elementos que se reconocen y encajan una en otra, permitiendo que se desenvuelta una acción que sólo puede suceder si el acoplamiento es adecuado. En bioquímica abundan los casos de mecanismos de este tipo: la percepción de los olores, por ejemplo, y el comportamiento enzimático. Por supuesto, en el caso de la bioquímica el encaje es más plástico, el sustrato induce en las enzimas una modificación que permite el encaje, o viceversa. Pero la emoción más honda provenía de entender que hacía muchísimo tiempo que no metía una llave en una cerradura; y que yo era otra persona diferente de la que había salido de allí, siglos atrás. A malapena lograba recordar quién era aquélla chica tímida hasta los ataques de pánico, torpe en sus gestos, incómoda en su cuerpo, empeñada en esconderse en un refugio virtual para salvarse del mundo que quería devorársela.
Tampoco podía explicar con claridad quién era esta muchacha que abría la puerta, ni hasta qué punto sus movimientos eran más fluidos. No la conocía muy bien, no había tenido tiempo de observarla, pero después de tomar un vaso muy grande de agua (la cual, noté con sorpresa, no tenía en absoluto el mismo sabor del agua que me había acostumbrado a beber entre las montañas) desanudé mis botas, las solté como pude pateándolas en cualquier lugar y me tiré en la cama, boca arriba. No hubiera logrado mover ni un músculo más, ni siquiera si lo hubiese deseado.
El cuerpo reconoció su cama, la dureza justa del colchón, la elasticidad de los resortes, y al fin se relajó con la tranquilidad de estar en territorio propio. Entonces, sin querer, mi mente empezó a derivar sola, haciendo un recuento, saltando a su placer hacia atrás y hacia los lados como si se desplazara por un tablero de juego: el viaje conversando con Alejandra, la sorpresa de descubrir por puro azar que se trataba de la astrofísica que me habían recomendado buscar; la sesión de cartas con LaNoviaManca en UNDERWORLD, donde me había hablado del viaje que iba a emprender, del Céfiro, del tiempo matricial tS3, de las cuentas del collar... ¿qué otras cartas me habían salido? No lograba recordar la secuencia exacta. Pensé en las cartas que había encontrado entre las páginas de Alicia en el país de las maravillas. Después volví a pasar por la fiesta loca en la casita de la montaña. Reviví las conversaciones, los personajes, las canciones. Me acordé de la rosa intacta por tantos días en el altar, podía distinguir el borde nítido de cada uno de sus pétalos y sumergirme en su centro perfumado. Me acordé de la mujer que me visitaba durante los sueños y de la anciana bondadosa que a veces podía ser una vieja bruja. Volví más atrás, a los tiempos en que el brillo de la nieve me recordaba a mi madre. Escuché un gemido y me di cuenta de que había sido mi propia voz quien lo había proferido. Mi mente, ágilmente, se sumergió en el recuerdo de mis paseos por los bosque de UNDERWORLD. Alargué un brazo hasta alcanzar la tapa lisa y fresca de mi pequeña máquina de hilar. Estaba completamente descargada, por supuesto, así que enchufé el cable y toqué el mágico botón de encendido. ¡Qué reconfortante ronroneo! Me adormilé sin darme cuenta, mientras la máquina cumplía con todo el protocolo de encendido.
Cuando abrí los ojos la pantalla brillaba y me indicaba que tenía mensajes por revisar, en número de tres cifras, la mayoría de ellos desde UNDERWORLD. Me hice la loca con mucho éxito y googleé "Natalia Polosmak", a ver adónde me llevaba el sobre de las montañas.
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