«Escúchame,
pequeña doncella sin manos: Lo que moldea nuestra vida, la línea que nos rige
nuestra narrativa, no son nuestros triunfos, sino nuestras desgracias. Los
errores, los pecados, las circunstancias trágicas son lo que nos da forma, lo
que exige una respuesta, una enmienda, un gesto decidido, un gesto creativo, lo
que nos empuja a un renacimiento. El universo no está hecho de átomos, sino de
historias.»
Estábamos
trenzando los ajos cosechados en el huerto: yo peinaba los tallos, los
humedecía un poco para que no se quebraran al manipularlos, y ella lograba, con
sus ancianas manos nudosas, entrelazarlos hábilmente. La ristra no crecía mucho
pues la cosecha era modesta. Con cada cabeza de ajo trenzada ella murmuraba una
especie de encantamiento. Yo escuchaba, hechizada y muda. Todo sucedía como una
danza.
Con
la primera cabeza de ajo: Los colores de las historias que hilamos dependerán
de lo que en el momento de hilar sentimos, del presente, de lo aprendido al
vivirlo.
Con
la segunda cabeza de ajo: Infinitos los hilos conductores y las versiones de
una misma historia: si cuento desde la razón, el corazón o la herida. Una misma
historia son infinitas versiones, te juro que me enredo con el collar que llevo
en mi pecho.
Con
la tercera cabeza de ajo: Arma tu collar, cuenta tu historia, dale orden y
sentido desde el hilo de tu voz.
Con
la cuarta cabeza de ajo: Arma el collar que quieres ponerte y no el que van
armando los días que se suceden uno tras otro. La ristra es un collar, el
collar un amuleto. Para darnos fuerza y que nos acompañe el mensaje.
Con
la quinta cabeza de ajo: Impecabilidad para hilar nuestras cuentas, desde el
fin del mundo, quizá más atrás. Sabemos la falta de pericia, ¿pero acaso
experimentar no es un ejercicio que pule? ¿Acaso no lo podemos desbaratar y
rehacer?
Con
la sexta cabeza de ajo: Soy una desbaratadora de mis collares. Agarro piezas de
unos para armar otros o los desarmo y hago nuevos... es sanador verlos cambiar.
Con
la séptima cabeza de ajo: Hay cuentas que hacen perder el ritmo. Ya el plan no
es el que era. También se puede dejar que el azar controle. Hasta volver a un
ritmo y a un plan y a un azar deseado.
Con
la octava cabeza de ajo: Encontré unas piezas antiguas: tienen heridas y
fortalezas, ahí voy hilándolas con endurance.
Con
la novena cabeza de ajo: Tengo una ristra de cosas para ti. Cuélgala al sol para
que cure y los pájaros puedan comerla.
La
ristra estuvo lista, ella la colgó encima del hogar y volvió a sentarse en su
taburete. Me miró fijamente, con las manos apoyadas sobre las rodillas un poco
separadas, como calibrando si era un buen momento de hablar. Tenía los ojos
claritos, casi transparentes. Al final se decidió y yo me quedé muy quietecita,
respirando lo más quedo posible, para no perderme ni una sola palabra, porque
era raro que hablara tanto, y rarísimo que hablara de su vida. Esto fue lo que
me contó Babuchenka:
«En
los tiempos del fin del mundo, aquí donde tú me ves yo era una científica
bastante bien posicionada. Especializada en bioquímica con un postdoctorado en
endocrinología femenina, estudiaba los efectos de la glándula hipófisis. Había
llegado como emigrante, fugada de un país cerrado y frío, cuando estas tierras
eran de cálida bonanza. Estaba investigando, en colaboración con un laboratorio
de nanoingeniería, la posibilidad de controlar la emisión de la hormona del
tiempo, aquello que nos proporciona la percepción temporal sobre la cual se
basa nuestra comprensión del mundo. Santiago era el ingeniero que dirigía la
parte por la Universidad Simón Bolívar. Era muy talentoso, la cercanía
cotidiana fue dando paso a un tímido acercamiento, al conocernos mejor
decidimos casarnos, previendo que el enamoramiento estaba en camino, se trenzaron
la investigación científica con el amor. Estábamos bastante adelantados, acariciábamos
secretamente la idea de un premio por los estudios que estábamos realizando:
eran completamente innovadores. Pedimos un financiamiento a la Fundación Musk y
nos lo concedieron, porque vieron en nuestra investigación estaba alineado con
la empresa Neuralink y supieron identificar un potencial que impulsaría sus
objetivos. Estábamos en la mismísima cresta de la ola sincrónica; pero como
sabes, bailar la cúspide de la ola es tanto más difícil cuanto más alta es la masa
de agua. El fin del mundo se acercaba, y no nos habíamos dado ni cuenta. Pensábamos
que estábamos a salvo.
Ese
día Santiago fue solo a una reunión del laboratorio Central de Altos Estudios
Sincrónicos. Por supuesto, era una reunión clandestina, pero no había sido la
primera. Yo estaba también convocada, pero ese día me sentí muy débil y de un
humor extraño; imaginé que se trataba de un desorden hormonal, que se acercaban
los días de menstruar, y decidí hacer caso a mi cuerpo, quedándome en cama. Ese
día la reunión fue interceptada por los guardias de Obierno Amoroso. Todos
fueron arrestados. Santiago, junto a varios otros, desapareció. Los cuentos que
corrían, débilmente por el temor de ser escuchados, espiados, controlados (lo
estábamos) contaban cosas espantosas. Me monté en el carro (habíamos comprado a
un anciano colega que se iba un pequeño Lada azul celeste, una cafetera que había
desaparecido del mercado hacía décadas) y arranqué sin saber cómo salía de la
casa, alterada por el dolor que giraba enloquecidamente entre mi vientre y mi
corazón. Apenas podía respirar. No pensaba en nada, no sabía hacia adónde iba.
Sin darme cuenta de lo que hacía, me estaba dirigiendo hacia el lugar de reunión.
Pasé sobre el puente como un suspiro. No había nadie en las calles. El Lada
pasaba aceite por una empacadura que había sido hecha a mano y ya estaba
vencida. Los carros en el país no habían pasado a la tecnología Tesla como en
el resto del mundo civilizado, y seguían usando combustible mineral, el único
producto que se vendía subsidiado por un precio ridículo, menos que el agua. No
me importaba nada, volaba sin piedad por el motor que jadeaba y tosía y de
seguro no aguantaría ese tratamiento. Las calles estaban desiertas, excepto por
un sombrío autobús rojo que salió de no sé dónde.
Cobró
velocidad y me alcanzó justo en el único punto en que había una gran camioneta
parada sobre la acera, una camioneta resplandeciente de esas oficiales, de
vidrios ahumados. El autobús aceleró absurdamente, retándome, impidiéndome el
paso. No sé qué me pasó, me poseyó un demonio, juro que nunca me había sucedido
nada similar. Aceleré. No podía frenar. Más bien mi cerebro no contemplaba esa
acción. Pasé entre los dos vehículos a toda velocidad, sin disminuir, sin
desacelerar, sin detenerme. Algo rechinó, algo crujió, algo se raspó, yo no
alcanzaba a pensar con claridad, sólo esperaba pasar milagrosamente entre los
dos. No me importaba nada, no sabía que podía estar tan indiferente, nunca me
había pasado y me confería un cierto grado de libertad inesperado. Un desapego
de mi cuerpo, de mi persona, de mi ser social. No sé cómo explicarlo, no me
sentía responsable. Mejor dicho, mi sentido de la responsabilidad estaba
suspendido. No me importaba estar destrozando mi carro, no me importaba estar
rayando la propiedad ajena, no me importaba la posibilidad de poner en peligro
mi vida. Justo entonces el autobús se despegó y me sobrepasó, ocupando los dos
canales; detrás alcancé a leer “Obierno
Amoroso vela por tu bienestar” y la vista se me nubló. Todo ocurría en un instante
suspendido. Delante de mí, en el ángulo que quedaba entre la camioneta
brillante y el autobús encarnado, había algo moviéndose. Yo me desplazaba por
una especie de túnel gelatinoso que me impedía ver cualquier cosa; estaba
cegada por el dolor y no supe qué criatura era. Juro que no logré ver qué era,
ni si era animal o humana. Pero escuché los huesos rodar por debajo del chasis,
como si rodara sobre pines de bowling. No hubo otro sonido, ni quejido, ni
suspiro. El ruido del mundo se apagó por completo. Proseguí con la inercia de la
carrera loca y me encontré pasando por delante del lugar donde había sido
convocada la reunión. No había nadie, ningún vehículo ni oficial ni de
incógnito. Ningún peatón. La luz era extrañísima, mate, con un tono
amarillento. Enfermiza. Mi corazón y mi estómago estaban anudados tan
apretadamente que me detuve un poco más adelante, abrí la puerta y sin bajarme
del carro, sacando a medias el cuerpo, agarrada de la puerta, vomité sobre el
asfalto. Cerré la puerta en estado de sonambulismo, di un rodeo enorme para
volver a casa, dejé el Lada en el estacionamiento subterráneo y salí caminando.
Salí caminando sin mirar atrás, sin volver a entrar en casa, sin llevarme nada,
sin hablar con nadie. Sentía que no merecía pertenecer a la raza humana. Llevada
por una especie de espíritu automático llegué a la terminal, me subí al primer
autobús que salía, y así seguí hasta llegar a estas montañas. Subí tan alto
como pude, seguí subiendo hasta que no era posible subir más, mi cuerpo se
desmayó apenas pasado el prado de frailejones. Algún desconocido me recogió y
me trajo hasta esta choza, donde volví a aprender las cosas básicas. No he
salido de aquí desde entonces. No tengo ningún interés por volver al mundo. Ahí
está, lo dije todo –suspiró y miró por la puerta abierta hacia el páramo
cubierto de neblina—no lo había contado nunca antes. A nadie. Siento un
minúsculo alivio al confesar mi culpa, qué raro, no me lo esperaba.
(Volvió
a enfrascarse en su monólogo. En realidad hablaba para sí misma, estaba claro.
Parecía que estuviese desenredando un nudo especialmente complicado. Yo le
dejaba hablar, sin mover un músculo).
La
que yo era murió ese día en que lo perdí todo. Morí otra vez y para siempre. Esa
noche el mundo terminó, y empezó la nieve.
Bajo
las mantas que me cubrían piadosamente empecé a sangrar, el líquido rojo y
tibio se alargaba a mi alrededor como un lago lento, en el cual me ahogaba sin consuelo.
Sangre por sangre, pensaba; la hemorragia reveló ser un aborto. Toda vida había
terminado para mí. Me tomó años entender lo siguiente: que es necesario el
error trágico para retomar las dimensiones justas de la humildad y la compasión.
Cuando superé el dolor, cuando asumí que había hecho algo malo sin ser una
persona mala, ni tampoco buena, y que la distinción no llevaba a nada; cuando terminaron
los juicios y dejé de castigarme, entendiendo que aunque no hubiera redención
posible, había expiado mi pecado; cuando comprendí que necesitamos admitir la
culpa como un elemento inexorable de nuestra humanidad, que somos culpables porque al comer matamos; cuando supe que
seguimos siendo herramientas en manos de los dioses (y que éstos tampoco son
necesariamente crueles, pero una vez que estamos en su mira, no hay escapatoria
posible: quieren vernos lidiando con situaciones extremas, pues necesitan saber de qué están hechos): es
decir, que somos hebras anudadas con leves puntos de alfombra sobre la urdimbre
del Tiempo (aunque insistamos en creer que tenemos la opción de decidir);
cuando por fin admití que nuestro destino está tatuado en la palma de nuestras
manos y que, cortadas éstas, tenemos alguna posibilidad de recuperar nuestro
verdadero camino, pero sólo después de haber vagado largo rato por un infinito
bosque oscuro, con los ojos cerrados y los brazos extendidos delante, tanteando
entre las sombras para reconocer los árboles de oro; entonces: llegada a ese
punto, fue cuando las plantas me hablaron.»
Cómo era hace cinco años: aquí.
Para entender más sobre su significado (ojo a los comentarios también): aquí.
Armando el collar, armando la historia, saber que aunque no se parexcan, sean dierentes, tengas apariencia diferentes todas esas cuentas, mostacillas, perlas, dijes, van a ser armoniosas, mi collar preferido es uno donde todas su piedras son de colores diferentes y muy largos, da muchas vueltas, antes quería usar collares, para tapar mi cicatriz, ahora sólo la adornan... en la vuelta no pude hacer mi collar, en esta lo incio hoy, me encanta hacer collares...
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