domingo, 17 de diciembre de 2017

4.Alimañas


Hoy hizo un día precioso y con todo y el poco tiempo que queda, salí a caminar.
Igual es domingo, y es poco probable que haya alguien en el Laboratorio de nanoingeniería. Necesitaba despejarme un poco de tanta fórmula y tanta presión. Quién sabe si lograré el salto, de momento sólo deseo disfrutar esta luz que acaricia las cosas como si las amara. A veces las cosas son tan bellas, que duelen. Sobre una colina de bolsas negras y basura desperdigada, baila lentamente una mujer de la calle, una increíble Reina Indigente. Tiene los ojos cerrados, extraviada en su danza, un traje de varias capas y un turbante extraordinario de tela de colores. Toda ella está cubierta por una pátina que le confiere unidad a la gracia del cuerpo y la dignidad en el porte. La luz que cae sobre ella de sesgo produce una ilusión óptica, es una aparición monstruosa que anuncia prodigios.
Por plaza Altamira, la cascada subterránea sigue seca y los grafitis se sobreimponen en un palimpsesto colorido, vi el obelisco tocando con su punta la montaña y me pareció una señal. Caminé hacia arriba, saludé al hombre que había extendido sus libros alrededor de un árbol. Había uno nuevo sobre Paracelso, y una guía turística de un castillo al borde de unas aguas oscuras. Estaba atenta a las señales, pero no tenía efectivo. Siendo domingo, había un montón de caminantes. Los hay musculosos, que van sin camiseta para mostrar los pectorales lampiños y tatuados. Las hay enfundadas en preciosas lycras de colores, explotadas las carnes turgentes, hasta perfumadas van. También hay gente que sube con los mismos zapatos con que hace vida de ciudad, o sin zapatos. Me causa un efecto extraño ver a tanta gente junta. ¿Siempre fue así? Ríos de gente que no se conoce, que no tiene nada que ver, caminando lado a lado, sudorosos, decididos, exhibidos, orgullosos de su humanidad.
Los guardias de Obierno Amoroso están apostados en la entrada misma de la montaña, con sus condecoraciones en forma de corazones y la palabra PAZ escrita con leds titilantes en las gorras, semejantes sin querer a los arbolitos de navidad que están prohibidos por motivos patrióticos. Echados sobre el banco bajo techo, espatarrados de forma indolente, están regañando de mala manera a unos caminantes que intentaban seguir uno de los varios caminos que cruzan la montaña. "Por ahí no pueden pasar, porque son órdenes, ¿no lo entienden? ¿Ustedes son sordos o brutos? Respeten pues." Las máscaras de plexiglás negro que ocultan el rostro distorsionan la voz. Adentro del camino vetado alguien sostiene una gallina de plumas blancas mientras pronuncia un conjuro, y con un golpe de cuchillo la degüella. La sangre apaga la vela encendida: mala señal. La horrasaca abundante es usada para tapar el cadáver, pero las plumas aflorarán algunos días más tarde. Al final, todo se sabe.

Sigo de largo intentando hacerme invisible y pasar desapercibida, mirando hacia el suelo terroso; más allá está el quiosco de la cocada, pero no llevo efectivo y el pago con tarjeta es un pequeño drama, según veo: hay una cola de gente esperando para pagar y la chica que cobra está parada más abajo, con el punto de venta sostenido en alto como una bandera, a ver si recibe la señal. Me siento como una turista, todo me parece fascinante. Me siento en el banco alargado al lado de una minúscula capilla con una virgencita dentro. Podría ser una diosa, Artemisa o María Lionza. Será que nos parece hembra la montaña, me pregunto. Una mujer detiene su camino al pasar frente a la imagen; junta las manos y las extiende frente a ella, hacia la virgen. Ora en silencio, apartada del mundo, reconcentrada; muy seria. Su devoción construye a su alrededor un túnel brillante, un momento de intimidad privado, incorruptible (como por cierto, es lo virginal). Pasa descendiendo la cuesta un pequeño escuadrón de guardias Amorosos. Van en silencio, compactos, peligrosos. Las lucecitas de la palabra PAZ forman un enjambre incongruente de luciérnagas amenazantes. Los caminantes se apartan de su paso: la corriente se abre y el grupito se desliza entre las aguas.
Prosigo más arriba, distraída por la multiplicidad de formas de las hojas. Recojo del suelo una de jabillo, de color amarillo. Voy pensando en el tronco del jabillo, con todas sus espinas, en el fruto amargo y las semillas como monedas encerradas en sus cunas de madera, que estallan al secarse disparando lejísimo los pequeños discos. Estrategias de dispersión de las plantas: por aire, con estructuras que hacen de paracaídas o hélice; por agua las que flotan; por tracción animal, enganchadas a sus pieles (o ropa); y luego están las que se recubren de carnes azucaradas y jugosas, para ser tragadas y cagadas en otros paisajes. El jabillo pertenece al grupo de las estrategias explosivas.
Pienso en cómo la semilla es una pequeña viajera con una carga preciosa: memoria. La memoria es, finalmente, el archivo de todo lo creado, de todo lo vivido. Archivos magnéticos, archivos digitales, archivos escritos, archivos biológicos. Recordar nos confiere identidad, nos convierte en quienes somos. Si no podemos recordar, vamos deslizándonos a un limbo en el cual podemos todavía funcionar fisiológicamente, pero sin saber quiénes somos. Somos lo que recordamos. Y yo, ¿qué recuerdo? He vivido tantas cosas en los últimos meses, que si no las escribo se me irán desdibujando. Podría yo también ser una semilla en tránsito, llevando información y memoria de un lugar a otro, de un tiempo a otro. Sería como la semilla del jabillo, disparada lejísimo con un ingenio de tecnología natural.
Ya tengo los extremos: el punto de partida y el de llegada.
El punto de partida tiene que ser las montañas de Altai, en Mongolia, para llegar al fin del mundo. He pensado mucho en mis razones para lanzarme en un viaje tan arriesgado.
Mi cerebro está conformado para el salto, los nanobots son el gatillo, me falta la energía para activar el viaje. Mi razón para saltar es el amor, pero tengo la sensación de que el desplazamiento de información tendrá otras consecuencias en la red de ondas gravitacionales (cuento con ello para alterar el fin del mundo), como las ondas concéntricas que surgen de una piedra arrojada a un lago de aguas tranquilas. Yo soy la piedra que cae al lago.

Otro contingente de cinco guardias silenciosos desciende entre los excursionistas. ¿Siempre hay tantos por aquí? ¿Es normal que circulen con tanta densidad en un parque natural de esparcimiento? La guerrilla urbana, que yo sepa, se mantiene en la ciudad, enconchada en casas abandonadas o acogidos por mujeres mayores a las que llaman "Abuela". Hacen allanamientos regulares, ya estamos acostumbrados. Todos estamos controlados, pero siempre hay avisos que se liquean, los guerrilleros se escapan a tiempo descolgándose por las terrazas, saltando por los tejados, son unas estrellas de Parkour. Vivimos en esa normalidad anómala. Sin embargo, que estén tan presentes en la montaña me sorprende. La montaña, por supuesto, es lugar de encantamiento, tiene una energía poderosa, y Obierno Amoroso es glotón de toda fuente de energía mágica. Se habla de un helicóptero que sobrevuela la ciudad en cruz, esparciendo la sangre de pequeños seres degollados; se habla de animales africanos importados en aviones hércules para hacer sacrificios más potentes, se habla de la inhumación del Héroe Mayor para usar sus huesos en ceremonias de paleros. Todo eso está confirmado por esas informaciones que se gotean a partir de los testigos más humildes, los que son invisibles: el soldado raso, la camarera, la señora que restriega los pisos de mármol italiano. He escuchado decir que hay un aeropuerto secreto en la montaña, que ha habido avistamiento de luces voladoras, de objetos no identificados. Todo debe ser creído. Me pregunto si la fuerza de esta montaña puede jugar algún rol en los experimentos de viajes temporales que lleva a cabo en secreto Obierno Amoroso, mientras es ilegal y penado por la ley siquiera hablar del tema. Sonrío, divertida: si esto fuera una novela de ciencia ficción, como quería mi editor, el inefable @DragonAngelical, sin duda habría que considerar esa posibilidad. Si acaso, podría llegar a ser una novela de mucha ficción y poca ciencia. (Pensándolo bien, no es para nada divertido, es más bien preocupante).

Un grupo de personas acompañadas por algunas monjas de hábito gris y cofia blanquísima sube muy lentamente, de par en par, uno vendado guiado por otro sin venda que le hace de lazarillo. Los vendados caminan tropezando, los brazos extendidos delante intentando adelantarse al obstáculo, riendo por nervios y pudor. El ejercicio exige confianza por parte de quien va vendado, y una atención redoblada por parte de quien hace de guía. Una pareja de jovencitos aprovecha la excusa para acercarse más, en sus risas se revela cándida su excitación. El último par está compuesto de madre e hija, se entiende por el cuidado que pone la madre en señalarle, con una palabra dulce o un gesto, dónde están los obstáculos, la raíz protuberante, el escalón, la piedra. La fila de locos trastabillantes se va por el ramal que sigue hacia la cascada, mientras las caminantes musculosas prefieren el ramal  que sigue hacia la cuesta más empinada y polvorienta. Justo en la encrucijada: no por el camino que va hacia la quebrada donde los jóvenes enamorados se adhieren uno al otro empalagándose y extirpándose los granos; ni por el camino que emprende, a buen trote, la deportista rubia en ajustada indumentaria acorde, después de haber accionado su contador de pulso de pulsera; sino en el medio entre los dos, en el centro invisible, hay un puente bajo el cual corre un hilo de agua, saliendo de un caño metálico.

Debajo de esa agua ínfima está acurrucada una niña pequeña, con un traje de colores y volantes. Tiene el cabello rizado y unos grandes ojos oscuros bordeados de pestañas  impresionantes. Juega con un vaso de plástico a recoger el agua del caño para mojarse las piernitas regordetas, los brazos, la cabeza. Abre la boca en una sonrisa sorprendida por la sorpresa fría del agua, cada vez, con esa maravilla de gritos mudos de los que son capaces los niños pequeños cuando se asombran por las cosas más pequeñas, modestas y delicadas que ofrece el mundo. Varios arcoiris brillan en las gotas de agua que salpican a su alrededor. Sus padres están sentados sobre una roca, a la sombra de una ceiba tan grande que al comienzo no alcanzo a distinguir su copa. El árbol está sostenido por paredes leñosas que se extienden a partir del tronco para darle estabilidad, porque sus raíces no son muy profundas. En la escena brilla ingrávida una enorme mariposa azul, flotando con trayectoria leve describe un amplio anillo que nos circunda. Es encantador. Me detengo, saludo con un breve Hola. Reconozco a la familia que había querido usar el camino hacia un pozo cercano, que fue amonestada por los guardias Amorosos. La niña se enseria al verme, deteniendo el gesto, el vaso lleno. Luego retoma su juego, y el bosque suelta la respiración. Mientras la miro jugar con el agua considero los elementos que hay confluido para traerme hasta aquí, y las opciones que tengo. El laboratorio de nanoingeniería probablemente esté controlado, pienso de pronto. Quizás no sea lo más saludable acercarse por allá.
La niña sigue jugando con el vaso de plástico y un pitillo de color verde claro. Deben haber tomado cocada y guardaron el vaso, pienso. Esto por alguna razón me reconforta. Pasa otro grupo de militares; su paso produce una disonancia con el ambiente natural, una perturbación en los propósitos de sus visitantes. Y de pronto me da por pensar en los guardias amorosos que llevamos por dentro, con sus interminables tonterías a destiempo y sus anuncios bipolares: es mucho más fácil identificarlos afuera, con sus máscaras negras de demonios y sus voces de ultratumba; pero cuando están por dentro de mimetizan con nuestras mejores intenciones. Para perdonarme, entablo una tímida conversación con los padres de la niña. Ella es una activista de derechos humanos y hace joyas en las que mezcla animalitos mutantes; él es un experto en cartografía y un maestro titiritero. Estamos un rato juntos, y pudiera parecer que el mundo está en calma.
Luego me despido y sigo mi camino hacia abajo. Ok, puede ser que el laboratorio de nanoingeniería de la USB no sea el lugar más seguro para ir a informarme sobre tecnología asociada al salto, pero necesito conseguir una manera de ponerme en los biobots necesarios para poner en marcha la transfiguración temporal. A menos que...

...CONTINÚA-->
<--HACIA ATRÁS



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