domingo, 3 de diciembre de 2017

3.Entusiasmo


Así que esto era la vida. Tanto tiempo estuve viviendo la vida subterránea, tantos meses frente al juego de falsas luces en la pantalla, una vida entera respirando el aire artificial.
¿Qué día es hoy? Ya no recuerdo cuándo llegué, apenas cómo, mis pies se acostumbraron a los desniveles del terreno, conocí todos los atajos para llegar a la casa donde nos reunimos, y he cruzado cada uno de los puentes sobre la quebrada. Alguien me dice: Eso fue hace cinco años. No puede ser, no me lo creo. El tiempo no puede dar esos brincos. Pero entonces recuerdo que leí, hace un millón de años, que quienes entran al mundo de los espíritus del bosque arriban a un tiempo nuevo, que se mueve a una velocidad diferente. Que no pueden luego regresar al mundo de los hombres, porque los tiempos se habrán descuadrado, igual que les pasa a quienes suben a una nave espacial.
Apenas ayer subía la cuesta. El morral me pesaba a la espalda, no llevaba mucha cosa pero cada una pesaba. Sólo llevaba un libro, el Atlas104, no puedo moverme sin él. Mis pies dolidos en las botas, sin costumbre, tropezando con cada piedra. La cuesta era empinada, hacía sol, no sabía adonde iba a llegar, no conocía la casa que me había ofrecido plaza para dormir, no conocía la gente. Subía sudando, quería aprender a saltar en el tiempo, eso lo recuerdo bien, estaba empeñada en encontrar una bruja que me ensañara, me dijeron que eran una leyenda urbana, no quise creerlo.

La cuesta bordeaba una quebrada de aguas claras, eso lo recuerdo bien, apenas fue ayer, el camino pasaba elevado sobre el barranco por encima de las aguas, un peligro para quien vuelve en moto por la noche, allá se despeñó uno de los amigos ¿eso fue ayer? Confundo todos los tiempos, no puede haber sido ayer.
Ayer bailaba, al llegar a la casa me encontré con los preparativos de una fiesta, la dueña de la casa cumplía setenta años, todos estaban allí para festejarla. Una gran marmita afuera, en el lavadero, hervía sobre una hoguera. En la cocina todas las luces se encendían en los rostros, había instrumentos, botellas que llenaban vasos, alguien cantaba, había toda suerte de alimentos por toda la mesa: cremas, panes caseros, dulces, galletas de chocolate en una lata. Entre las cenizas de la chimenea quedaban los restos de las memorias compartidas, fumadas en comunión, cenizas entre cenizas. Por el jardín, el prado, el naranjal, florecían las mantas y los sacos de dormir. No hacían falta las tiendas de campaña, se había abolido el pudor. En los establos alguien bebía de una botella de diez y ocho años. Hubo luces encendidas entre los postes del porche y hamacas colgadas que hicieron de cunas, de columpios, de lechos de amor. Había un grupo de gente joven rapeando en una esquina, bajo las luces de colores. En la sala, alguien se había derrumbado en el sofá y dormía plácidamente mientras sonaba salsa brava en una casetera (¡una casetera!) y algunas pocas parejas se enlazaban y deshacían como en una coreografía copiando la vida misma. Alguien tomó mi mano y bailé, bailé sin saber cómo me movía, porque me sostenía un misterio que no podía comprender.

Estoy aquí, detenida en este día. Nada más tiene sentido. Hoy entiendo cosas que hice entonces, sin entender por completo por qué las hacía. Tenía que hacerlas, pero es ahora que entiendo por qué. Ellas eran la consecuencia y ésta es la causa de esos actos que hice sin conocer plenamente lo acertados que eran, lo bien que terminarían por inscribirse en un contexto que entonces me era desconocido (que no recordaba porque pensé que había sucedido después y no tenía acceso entonces a esas memorias): sólo conocemos (reconocemos) fragmentos del futuro. Pero siempre está presente, al acecho, me dicen las brujas mientras remueven el caldero. Hubo sancocho para todos, incluso sobró para quienes llegaron a la mañana siguiente. La fiesta se prolongó otro día. Y otra noche después. Llegó una pareja en moto, estaban iniciando un recorrido por todo el continente. ¿Qué será de ellos? Deben haber llegado ya a la punta, deben haber escuchado a las ballenas cantar, deben haber tenido el hijo que entonces empezaba a brillar en el vientre, invisible. Llegó alguien con los brazos cargados de rosas, regalando una flor a cada mujer. A la mañana siguiente vinieron los que hacen leche y quesos de vaca. También estaban los orfebres, que sabían hacer anillos fundiendo el oro con la llama de una vela. Casi todos sabían utilizar las plantas salvajes, las plantas domesticadas, las plantas mágicas. La fiesta continuaba, sin extinguirse. Mi rosa seguía intacta.

Mis pies entendieron a la larga las desigualdades del camino como parte del camino, podía andar de noche por los caminos oscuros, podía atravesar el puente hecho de un árbol, sabía llegar a cada casa y en todas dormí, mis sueños se colorearon con los sueños de todos los durmientes. No hicieron falta linternas ni el cabo de vela protegido en la lata delicadamente cincelada, con su minúsculo sombrero japonés para burlar la lluvia.





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