Antes
de abrir los ojos intento reconocer esta masa en la cual habita la conciencia
que recién empieza a desperezarse, somnolienta. No tengo poderosas alas de águila, no hay vuelo alguno en
este cuerpo, no siento el cosquilleo de plumas, la gravedad me reclama implacable,
dolorosamente. Tampoco soy árbol: no siento las ramas arañando el cielo, no
siento las raíces hundiéndose en busca de los capilares de agua con sus
preciosos nutrientes disueltos, no siento el fluir pausado de la savia dorada.
Si acaso fui árbol debo haber perdido la majestuosidad que se yergue uniendo
los opuestos, quizás sea un tronco caído. La gravedad no termina de
satisfacerse nunca. Este cuerpo parece ser una roca con peso inexorable. Si
fuera una roca tendría el beneficio del líquen, podría reconocer las
naturalezas entretejidas del hongo y el alga, poseería al menos una sabiduría
antigua depositada en los enlaces minerales. Pero no reconozco sabiduría alguna
en este peso, esta densidad tumbada, vencida, inmóvil. A medida que despierto,
algo va doliendo, una red de pinchazos instalada sobre las superficies, pujando
desde el interior que todavía no acierto a descifrar.
Antes
de abrir los ojos escucho movimientos. Primero son solamente sonidos en un
horizonte lejano, un horizonte sobre el cual flotan espejismos. En el paisaje
inestable sólo los ruidos tienen consistencia. Dentro de mí empieza a rodar
lenta, con cautela, la maquinaria del entendimiento. Por lo doble intuyo que
son pasos; por el ritmo pausado y dispar entiendo que no es una caminata, no es
una marcha: alguien deambula. Otros rumores difusos me hablan de una cocina.
Los parpados me pesan infinitamente al ir cobrando cierta conciencia de un yo
elusivo que huye y salta a campo traviesa como una liebre bajo la mirada del
águila cazadora, sabiendo que su destino está sellado, que el dolor que se
extiende hacia cada rincón no podrá ser esquivado.
Todo
vuelve a ser noche, y en la noche, pocas estrellas que titilan, pequeños
botones de luz que van multiplicándose hasta que la blancura es insoportable.
La
voz, sin embargo, es suave, lisa y suave como las manos de las ancianas que han
acariciado durante una vida larga, que saben amasar el pan y blanquear las
sábanas y escoger las hierbas que sanan:
--Abra,
mi niña, abra un poquito.
Solícita,
pero también firme.
No
puedo, no puedo abrir los ojos. ¿Qué es lo que me pide?
--No
hace falta abrir mucho, sólo un poquito. Guarde su jardín intacto, que no
entren las alimañas.
¿Qué
quiere de mí, qué pide? Algo se acerca a alguna parte de mí, topa con suavidad.
Algo reclama un gesto, un reconocimiento. Algo que es sólido y tibio toca a mi
puerta por los lados del sitio donde debería estar algo que una vez conocí por
boca, labios, dientes. Ah, debo abrir. Pero abrir requiere un esfuerzo
inaudito. Dejo de cerrar, más bien. Dejo que pase solo. Algo se entreabre, se
separa. No participo en la acción, estoy muy lejos, corriendo sobre la
superficie helada de las estepas, sorteando matojos de frailejones, huyendo de
la sombra del águila. Huyendo del pico presentido. Corriendo a ciegas, puro
terror de víctima señalada.
Algo
entra en el territorio indefinido que soy. Algo tibio, cálido, luminoso, como
una sopa de miel. Oh, recuerdo el oro de la miel. Esto tiene aromas de campo,
de flores, de hojas de olor. Sabe a una tarde luminosa de tardo verano, suena a
abejorros y aves pequeñas, suena a libélulas azules. El sabor me llama a lo
lejos, me trae como un papagayo que se trae de vuelta enrollando la cabuya
sobre el palito, vuelta a vuelta.
Quiero
confiar, dejarme alimentar a cucharadas, dejarme ir con un suspiro tras cada
cucharada, exhausta por el trabajo de tragar.
La
noche vuelve a engullirlo todo, y después de acabarse el tiempo vuelven el
dolor, la voz, la blancura insoportable, la miel líquida y aromática, la
tibieza y de nuevo la noche y la aniquilación del tiempo, cada vez más corta
ésta, cada vez menos profunda. No estoy lista todavía, eso está claro. Pero algo
está haciendo dentro de mí el jarabe administrado en cucharadas, que tomo a
sorbos cortos. Pareciera estar restaurándome, reuniendo los cabos desamarrados,
soltando los nudos, alisando los ángulos agudos.
La
voz es la que me despierta cada vez:
--Abra
un poco, mi niña, tantito apenas. Déjese sanar. No se deje atrapar por la nada
ni por el miedo. Tómese este poquito de jarabe.
La
voz es la cabuya que trae de vuelta este papagayo que soy. No sé cuánto tiempo ha pasado (días, semanas, horas) cuando
abro los ojos por primera vez. Techo de caña y palmas. Paredes de bahareque,
bajo el revoque de cal viva aparece el barro endurecido. La luz es tenue,
grisácea, como de neblina tupida. Estoy tumbada en un catre de madera rústica,
con una espesa cobija sobre mí. No tengo fuerzas para moverme, pero puedo mirar
a mi alrededor. Noto cierta curiosidad: buen síntoma. La anciana está de
espaldas, reconozco en sus movimientos los sonidos que me han acompañado en la
duermevela, en su cabello suelto en ondas creo ver corrientes marinas, aguas
freáticas, cascadas de sierpecillas. Vuelvo a sumirme en el sueño.
--Otro
poquito, niña sirena, sienta como los espíritus de las plantas le alimentan
célula por célula, bellas durmientes, déjese cuidar.
Abro
la boca sin pensar, es un gesto natural, entrenado por muchas repeticiones. Recibo
la cucharada, agradecida. El líquido es espeso, tibio, parece sol condensado. No
es dulce, tampoco salado. Corren sabores en la marea que me inunda el cuerpo
por dentro, llegando a cada recóndito lugar. Siento la presencia de la anciana,
sentada en el borde del catre, siento la dureza de la cuchara de palo sobre mi
lengua, la suavidad del jarabe que reconforta. Abro los ojos. No es una
anciana. Es una mujer hermosa, con pequeñas arrugas sobre el rostro y una
inusitada juventud en la sonrisa. No entiendo qué edad puede tener.
--Buenas
tardes, me saluda. Por fin llegas, bienvenida.
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