miércoles, 20 de diciembre de 2017

7.Embeleso



El pasaje amaneció en un millón quinientos mil, así sin anestesia; lo anunciaba un papel manuscrito en el parabrisas, abreviado: Pasaje, uno y medio, el medio expresado en fracción. En la parada estaban las dos chicas chico, con su mirada de seductora ferocidad. La rubia platinada tenía un peinado de heroína de Star Wars, con tres moñitos en cresta. Llevaba una franela de rayitas horizontales finas, blancas y negras. Negra la falda muy corta sobre el trasero perfecto y negros los leggins. Cuánto habrán costado esos glúteos impecables. Quién habrá pagado por ellos. Tienen un rostro hermoso, ambas, con una brutalidad angulosa y turbadora. Trabajan juntas. La otra, la manca, lleva leggins claros y una camiseta azul rey sin mangas para que quede bien a la vista el muñón cortísimo en vez del brazo. Entre las dos producen, como de costumbre, un casquete imantado. Densidad de atracción. Decidí caminar más bien.

Esta vez, pasé frente a la librería a buen paso y llegué al Laboratorio sin problemas. La doctora Luce me estaba esperando para hacerme unos exámenes preliminares. Me saludó cálidamente, con un abrazo, pero sin hablar una palabra. Tenía puesta una bata con un campo de girasoles. No, era uno de los jarrones de girasoles de Van Gogh. Con un gesto de la mano me pidió el celular. Luego me guió hacia la camilla y me indicó que me quitara zapatos y medias. Le seguí con una docilidad que me tenía sorprendida, me senté en la camilla, le entregué el teléfono. Ella lo abrió, sacó la batería y metió las piezas separadas en un cajón acolchado con esponjas de acero y un biopolímero magnetizado para confundirle el GPS. Al quitarme las botas de combate y las medias (rápidamente, para que no se viera demasiado el agujero rascado por la uña del pie) me mordió la piel un fresco acondicionado helado. Me despejó por completo y me hizo pensar, extrañamente, en la mujer Pazyryk, rodeada del cielo más azul posible. Fue un relámpago, y mi atención regresó a las paredes blancas del Laboratorio. La doctora Luce estaba mezclando extractos y tinturas en un mortero pequeño de porcelana. Parecía que estuviera canturreando. Recordé las explicaciones de Babuchenka, en la casita en medio del páramo, acerca de los contratos de alianza entre los espíritus vitales que animan todo aquello que vive. Parecía algo muy esotérico para un laboratorio científico. De todas maneras, no se lograba entender muy bien a qué ciencias se dedicaba ese laboratorio: en la pared más larga había grandes pizarrones blancos con fórmulas físicas, cartografías terrestres y celestes marcadas con infinidad de pines de colores. Los pizarrones deslizantes escondían una biblioteca con libros de texto y libros raros por un lado, archivadores con documentos y memorias variadas, y frascos de vidrio rellenos de cosas muy raras. También había una reserva de mermeladas. Hay un mesón equipado con mecheros de bunsen y una batería de simuladores de hyperrealidad, impresoras 3D y varias torres de servidores en serie . Del otro lado hay redomas llenas de cultivos de agar agar y un pequeño huerto monísimo de suculentas. Hay una colección de huevos y larvas de invertebrados marinos. En la esquina un rincón con una nevera y un fregadero. Sobre uno de los mecheros de bunsen vintage hay una sartén en la que alguien debe haber calentado una pizza.
La doctora se me acercó. Los girasoles me tenían hipnotizada. Las semillas en el centro formaban espirales siguiendo progresiones de Fibonacci. Después me hizo beber un compuesto del que no logré reconocer ni un solo elemento, que ya estaba causando su efecto hacia atrás; me indicó que me recostara en la camilla y me colocó un respirador de goma traslúcida que me cubría nariz y boca. Pronto se llenó de vapores que evolucionaban en espirales lentas, siguiendo las leyes de la mecánica de fluidos. Empecé a recitar, como un mantra, uno de los poemas que recordaba del libro que desde aquella primera vez se había convertido en un fetiche tan imprescindible como el Atlas104, diccionario de imágenes para circunnavegar el fin del mundo.

El estanque no lo oculta:
Todo se ordenará.

Hay sobrecarga
Indica la pesa portadora del reino.

Como si las flores 
Siempre estuvieran

En la plenitud de su tiempo. 

Lo confluente
También puede ser para ti.

Hacía frío. La mujer bailaba y sus tatuajes azul de metileno se le desprendían de la piel y dibujaban constelaciones a su alrededor, bailando. Esto está muy surrealista, pensé; debe ser cosa de lo que me dio la doctora. Me relajé y me quedé observando el baile de los tatuajes. Bueno, lo que sucedió exactamente con los tatuajes que evolucionaban por el aire terminó de despejar todas las dudas que pudiesen haberme quedado: todo estaba clarísimo, era como una clase desarrollándose en imágenes elocuentes delante de mis ojos. Se relacionaban una con otra, deslizándose en el aire hasta ocupar la posición exacta para completar cada idea, una tras otra. Como al unir una estrella con la próxima pespunteando líneas blancas, podías ver la constelación, y entonces comprender qué figura invocaba. Como cuando fuimos al Planetario, ¿te acuerdas?, y el monstruoso insecto de ciencia ficción Zeiss proyectaba sobre el interior de la cúpula todo el cielo ecuatorial y sus modificaciones a lo largo de los milenios, relatando la historia de las estrellas desde el inicio del Tiempo.

Oigo una voz que me llama desde un lugar muy lejano. No entiendo de dónde viene ni de quién es la voz, parece viajar en el viento por las estepas. Está metida en el viento. Insiste en llamarme. Mi nombre suena distorsionado entre las moléculas de viento: Bbbl-a-a-a-a-nc-ahHH. Abro los ojos, giro la cabeza alta en el cielo enrarecido, total azul. Por fin entiendo que es la voz de la doctora. Estoy tumbada en la camilla, con los ojos cerrados, Todo el cuerpo me pesa. Veo mi cuerpo desde afuera. Vuelvo a entrar. Puedo estar en ambos lugares a la vez, afuera y adentro; allí y aquí.
Blanca. ¿Puedes oírme?
La doctora Luce me toma la mano. Tiemblo imperceptiblemente.
Me dice: Intenta pensar en una emoción amorosa. Usa tus recuerdos como anclas.
Necesitamos activar la glándula cerebral asociada a la percepción del tiempo, los ritmos y los ciclos. Estamos probando usar como timón las ondas electromagnéticas cerebrales que se activan con las emociones amorosas. Me da una palmadita en la mano y vuelve a sentarse frente a la pantalla. Su rostro brilla, iluminado por el cristal líquido. Me imagino que mira cómo se encienden distintas zonas de mi cerebro, señalando el recorrido de los impulsos electromagnéticos, las sinapsis que interconectan instantáneamente una red de células, los intercambios bioquímicos a nivel de membrana celular. Con una mano gira la clavija que regula los colores y después la mano regresa al teclado, junto a la otra. La doctora está absorta en las luces de colores que danzan sobre su rostro. Parecen auroras boreales, pienso.
He vuelto a estar sola sobre la camilla que es como un altar en el claro del bosque. Se parece mucho al bosque pixelado de UNDERLIFE, pero tiene aquí y allá matorrales de frailejón. Una emoción amorosa, pienso. Una emoción amorosa. Busco con una mirada penetrante sobre el paisaje yermo. La tundra es seca y fría. Musgos, líquenes y hierbas ralas. El viento me silba en la punta de las plumas que hienden el cielo. Avistar a la presa y caer en picado es un solo verbo, una sola acción. Caigo sobre la presa: su corazón queda expuesto, latiendo, ensangrentado. Tengo un sobresalto. Me duele muchísimo. Suelto un gemido. Me parece que sangro por los labios. En la boca siento el sabor metálico de la hemoglobina, fijo.
Creo que me voy a morir. La garra rapaz hunde lo más afilado de las puntas donde más duele.
Siento el calor de su abrazo antes de ver la escena desde afuera.
La niña está todavía arrugada, su piel recién empieza a adaptarse a la falta de humedad del aire. Hay un olor tibio a leche materna. Un olor dulzón que hace de basso continuo.
Reconozco a mi madre por el olor.
Debe ser el mismo día en que nací: mañana estará muerta, helada.
El perfume es la máquina del tiempo. Para saltar al fin del mundo, lo que quiero realmente es volver al momento en que me está cargando en brazos, el único día en que respiramos el mismo aire. Al día siguiente tendrá un ataque al corazón y no hubo medicamentos para salvarla. Mi padre se hundió en la desesperación. Tampoco habría fórmula láctea para alimentarme, atravesábamos la etapa más ruda de una crisis alimentaria que Obierno Amoroso negaba por completo. Sobreviví por la generosidad de una asociación clandestina que reunía a madres lactantes: donaban su leche para los huérfanos y otros bebés que no tenían cómo alimentarse. No es posible que recuerde su olor, y sin embargo en el pequeño perfumero de plata que me quedó en herencia, cuando estoy muy apesumbrada huelo los vestigios de su perfume y esa es mi máquina del tiempo preferida. La Abuela me lo entregó cuando cumplí doce años. Me extrañó que fuera de plata, mamá no era precisamente próspera y no tenía ningún apego por objetos materiales, seguramente lo hubiera vendido para conseguirnos algo de comida. La plata valía bastante entonces. Había pescadores de plata y oro en el río contaminado. Entonces, ¿de dónde podía venir ese objeto? Tenía una piedra verde en semiesfera. Cabochon, me explicó la abuela. Pasa que se lo regaló una amiga muy querida, una compañera de su taller de poesía. En medio de la peor época de su vida, embarazada y viendo un futuro muy oscuro para su bebé, el taller de poesía era su único sustento, el clavo del cual se sostenía.
Cierro los ojos, me dejo envolver por la calidez que huele y late acompasadamente.

La memoria del agua se repite en la madre: es un pequeño abismo maravilloso. Máquina del tiempo. Las heridas son huellas heredadas para que ellas sanen. Mensajes codificados, recorrido líquido de un recipiente a otro. De la abuela a la nieta. La madre adivina los pensamientos de la hija: sabe lo que quiere antes que ella lo haga. La niña consigue una llave y entra en sí.

Veo delante de mí la extensión de mí misma, como el eco de los rizos en las ondas que se forman alrededor de la piedra que cae al lago. Escucho una reformulación del koan que pide identificar quién lanza la piedra.
Regresé para entender que el salto debe partir del espacio más abierto sobre la Tierra. Mañana encendí un fuego. Mañana con la intención más pura logré ese salto. Mañana lo hicimos. Mañana salté.
Usaremos para propulsar el salto la energía colectiva. ¿Piensas que hemos recolectado suficiente?
Ahora es cuando más necesito tu ayuda. He hecho todo lo que tenía que hacer, tracé un curso, me sometí a todos los entrenamientos. Ofrecí mi cuerpo en la hoguera. Pero ahora te necesito: no puedo hacer el salto sola.


...CONTINÚA-->
<--HACIA ATRÁS


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