...sentí que los días pasados se me caían encima como barajas de un castillo de naipes.
El encuentro en la biblioteca, las cartas en el libro de Alicia, los consejos de la novia manca en UNDERLIFE, la lectura de las cartas en un pasado remoto en que yo era otra persona que me costaba reconocer, la nieve espesa cada madrugada, el viaje, la fiesta, la rosa, el beso: todo se arremolinaba en una danza vertiginosa dentro de mi cabeza, las imágenes en una película loca, así como dicen que sucede en los segundos previos a la muerte. Volví a sentir las emociones contrastantes, las alucinaciones de la peste azul, los sueños repetidos, esta vez reconociendo a la bailarina y los dibujos con vida propia por encima de su piel.
Entonces, justo en ese momento tuve una revelación como un relámpago atravesándome el cuerpo de arriba a abajo y supe exactamente cuáles eran los extremos armónicos del salto. Lo que tenía que hacer se iba dibujando como cuando atraviesas el páramo de La Negra viendo el paisaje aparecer por capas y volver a desaparecer, una capa tras otra, hasta que pasas el punto en que se han encontrado la neblina que sube y la neblina que desciende, y al disiparse los velos aparece de pronto la imagen completa con sus contornos definidos.
Puse a ronronear la máquina de hilar, saqué cálculos para probar mi idea.
Entré en la página de tránsitos cósmicos, revisé uno a uno cuáles planetas cumplían ciclos de órbitas completas, revisé las fases lunares y los pasos de los cometas en relación al fin del mundo. Los datos se iban sumando en mi cuaderno de notas, todos apuntaban hacia el instante en que la posición del sol en el cielo tendía a la mayor distancia angular negativa del ecuador celeste. Sin sorpresa, comprobé que coincidía con mi cumpleaños.
A la hora de la brisa de la tarde, estaban confirmados el lugar y momento apropiados al salto.
Me faltaban el modo, el combustible, la nave para el salto.
La fiebre del momento alado me tenía poseída. Volví al sobre como si fuera la solución al acertijo. No pesaba nada, pero algo había en su interior que se desplazaba leve, de un lado al otro, si movía el sobre como una barca. Un acertijo para solucionar otro acertijo, como un rebus, me pareció poéticamente acertado. Volví a mirar la caligrafía nítidamente escrita en tinta azul. Sonreí, todo era tan coherente. Hola, Natalia Polosmak, ya te encontré; ¿y ahora? Al trasluz no dejaba trasparentarse nada. Lo palpé minuciosamente por todos lados, encontré la minúscula marca en relieve. Era un círculo ligeramente achatado, con dos cachitos enroscados en espiral hacia arriba y dos hacia abajo. Reconocí la forma de uno de los tatuajes entre los dedos de la momia. Entonces me decidí y en un impulso lo abrí. Adentro había una hoja de papel doblada, y una llave. La hoja, una vez abierta, reveló una serie alfanumérica incomprensible, y debajo, la frase "Conduzco bastante bien". No sabía qué hacer con la secuencia de letras y números, así que me dediqué largo rato a darle vueltas a la frase, sin entender nada. ¿Conducir? En reflexivo podría aludir al sentido de portarse bien, pero no estaba en reflexivo. parecía referirse a manejar algún tipo de maquinaria. Tipeé sobre el teclado la frase y me aparecieron consejos para conducir bien, unos consejos para sobreponerse al miedo a conducir, varias novelas con títulos que leídos en orden, rezaban: Enciende una vela, inocente aventurera, para casi siempre. Me pareció buena señal, pero no resolvía la duda.
La llave, por su parte, perseveraba en resistir a la resolución. Recordé que en biología se usa la imagen del mecanismo llave-cerradura para hablar de procesos bioquímicos que requieren de cierto acoplamiento molecular, pero no logré llegar mucho más lejos. Me saqué el cuerito doble del que me colgaba del cuello un minúsculo dije en forma de cristal de nieve, regalo de mi abuela. "Mira, --me dijo al entregármelo cuando cumplí ocho años--: es como tú, único. Aunque a primera vista puedan parecer todos iguales, cada cristal de nieve es diferente, mamá naturaleza ensaya todas las formas posibles en simetrías de seis. El agua cristaliza en estrellas todas distintas. ¿Puede haber algo más misterioso, más mágico? Y así eres tú." Llevo el dije colgado del cuello desde entonces, para recordar que a pesar de todo lo que pueda suceder, soy un ser especial. Porque me lo dijo mi abuela. Han cambiado los cueritos que han ido sosteniendo la minúscula estrella de plata a lo largo de los años, pero ella siempre me ha acompañado. Abrí un poco la argolla que sostenía la estrella, inserté allí la llave, volví a cerrar el diminuto anillo. Deslicé el cuerito entre los dos nudos que mantenían amarrado el circuito, para alargarlo al doble de su largo y que la llave quedara escondida sobre mi pecho cuando volví a colocarme el collar.
Ya estaban claros los extremos del salto, y aunque el misterio no estuviese resuelto tenía la clara impresión de que la máquina del tiempo ya estaba encendida, calentando sus motores: sentí que estaba en un umbral entre dos estados, entre el día y la noche, entre caer de un lado o caer del otro, entre las dimensiones del haz de luz y el haz de tinieblas. Entre lograrlo, o no. Tenía la impresión de estar bailando en la punta de una aguja. De pie sobre la cama, como en trance, intenté repetir los movimientos que había visto hacer a la bailarina de mis sueños, la princesa de hielo, la chamana siberiana. Cerré los ojos, volví a verla, otra vez su mirada intensa, azul oscura, me traspasó, y mientras copiaba sus gestos, sus giros, las ondulaciones de sus brazos, me pareció que todos los dibujos de su cuerpo se desprendían de la piel y flotaban a nuestro alrededor, colocándose en la posición correspondiente a constelaciones en el cielo. Entonces, por primera vez, vi su rostro transfigurarse, los labios moverse de forma lentísima hacia una sonrisa.
Lo que me dejó helada, sin embargo, fue que en la luz de su sonrisa se me apareció la boca de la anciana que me había salvado en el páramo, el gesto enigmático agazapado detrás de su mirada cuando me miraba responder a sus órdenes precisas, la sonrisa escondida detrás de la red capilar de sus arrugas.
Entendí más aún: que solamente me quedaban ocho días exactamente para lograrlo. El tiempo jugaba en mi contra, a menos que me estuviera favoreciendo, para volver atrás y acomodar cada paso del camino. ¿Te parece muy titánico? Estoy de acuerdo, y los titanes siempre acaban perdiendo en el juego. Incluso hacer la prueba dejará trazas importantes para la próxima que emprenda el camino, hasta que lo logremos. El tiempo se condensa, comprimiéndose como un resorte: energía cinética, mientras más compacta, mejor para el salto. ¿Entiendes ahora por qué te necesito?
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Gracias a la bella Ana Cecilia por hacer equilibrio
y a Ana María por las fotos
(el video está en camino)
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