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No sé cuándo
comenzó mi último viaje, en qué momento moví el primer pie. Tal vez todo sean
viajes dentro de viajes, como los cuentos dentro de cuentos en las mil y una
noches, como las muñequitas rusas dentro de otras muñequitas rusas.
¿Quién puede
señalar con un dedo dónde comienza cualquier cosa? Al inicio del Apocalipsis,
cuando cayeron las torres, yo estaba en el faro y recibí tu llamada, y por
supuesto tuve que pensar en Babel:
«He aquí que todos forman un solo pueblo y todos
hablan una misma lengua, siendo este el principio de sus empresas. Nada les
impedirá que lleven a cabo todo lo que se propongan. Pues bien, descendamos y
allí mismo confundamos su lenguaje de modo que no se entiendan los unos con los
otros». Así, Yahveh los dispersó de allí sobre toda la faz de la Tierra y
cesaron en la construcción de la ciudad. Por ello se la llamó Babel, porque allí confundió Yahveh la lengua de todos los habitantes de la
Tierra y los dispersó por toda la superficie.»
Génesis 11:1-9
Sigo pensando
en la necesidad de reunificar lo separado, bajo el paraguas de un mismo
lenguaje, respetando contemporáneamente las diferencias que adornan cada parte.
Fijarse más en las semejanzas que en las diferencias, apreciar ambas. Pelar la cebolla capa a capa, pasando de un opuesto a otro sin contradicciones, hasta descubrir cómo se combinan armónicamente en el centro. Construir
quimeras, si es preciso, promover el mestizaje y los mosaicos.
Pero cada
vez que hay dos, empieza el juicio. Hay una mitad clara y otra
oscura, y nos asustamos cuando no podemos ver, criaturas visuales que somos. Preferimos no tener trato con la sombra, creemos estar a salvo dejándola escondida debajo de la alfombra. No estamos listos para
un universo sin polarizaciones.
Será un tránsito
muy duro, la santa Ola acabará con todo.
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