Para ir a la carta
La torre de Babel es una metáfora, la pérdida del lenguaje común no lo es. Hubo un tiempo en que hablábamos el mismo idioma y nos entendíamos.
Había comunicación fraterna entre las criaturas de los cuatro reinos: etérico, mineral, vegetal y animal (en ese orden de jerarquía espiritual). El lenguaje común se perdió por mandato religioso, cuando nos entregaron al resto de las criaturas para nuestro solaz. Así, no sorprende que tengamos incrustado el chip del colonialismo misionero. Luego están los hongos y los líquenes, que no son ni chicha ni limonada, y han logrado colonizarnos desde otras galaxias, sin que siquiera nos diéramos cuenta. Pero esa es otra historia.
Así que los
gatos no deberían salir a las calles: no tienen derechos civiles. Para ganarse
el lujo de vivir en las ciudades, deben quedarse encerrados y comer, dormir y
cagar, en sus casas. Entonces los vecinos pretenden que las enredaderas y las
plantas en general respeten las cercas electrificadas y las dejen hacer su
trabajo. Que los insectos molestos se abstengan de entrar y mejor todavía se
achicharren en cámaras de luces mortales ultravioletas. Que los rabipelados desaparezcan
de la faz de la tierra porque son feos y huelen mal. No se tolera lo salvaje. La
belleza de un tronco enrollado sobre sí mismo en espiras no tiene ningún interés, si no está en una tienda de antigüedades tailandesas.
Por eso, la enredadera debe morir. Debe ser talada a ras del suelo bárbaramente, a punta de cizallas, deben ser asesinadas sus raíces. Y ya que estamos, de paso vamos a eliminar también las heliconias, los bastones del emperador y la rosa casaquita (rarísima especie colonial, cuyo cultivo se ha ido extinguiendo de la ciudad, sin hacer ruido). Los vecinos se retiran, satisfechos. Dejan tras sí un desastre ecológico y quilos de materia orgánica que no se reintegrará al ciclo natural de los elementos. Han dominado y pisoteado la selva.
Algo agazapado, algo a punto de morderte
Por eso, la enredadera debe morir. Debe ser talada a ras del suelo bárbaramente, a punta de cizallas, deben ser asesinadas sus raíces. Y ya que estamos, de paso vamos a eliminar también las heliconias, los bastones del emperador y la rosa casaquita (rarísima especie colonial, cuyo cultivo se ha ido extinguiendo de la ciudad, sin hacer ruido). Los vecinos se retiran, satisfechos. Dejan tras sí un desastre ecológico y quilos de materia orgánica que no se reintegrará al ciclo natural de los elementos. Han dominado y pisoteado la selva.
Somos
demasiado salvajes, mi jardín, mis bestias y yo, para este vecindario que sospecha
de quien no esté mediatizado, de quien se vista fuera de códigos reconocibles,
use zapatos raros y se dedique a actividades
desconocidas. Sospechoso quien no pasee un cochecito por la tarde o haga joggin por la
mañana en el adecuado uniforme de deporte. Por eso es que estoy encerrada en el
bunker, dedicada a mi preparación espiritual mientras llega la Ola.
Thunbergia grandiflora, variedad alba |
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